¿Qué espera Lola?

Lola se despierta a las 7 de la mañana, no porque quiera, sino porque el ventilador dejó de funcionar. Otra vez el bendito apagón. Esa maldita sensación de calor pegajoso la arropa, mientras ella mira al techo, ese mismo techo al que ya le ha lanzado más maldiciones que a cualquier político. “¿Y ahora qué?”, se pregunta, como si de verdad esperara que algo cambie hoy. Porque en Cuba, lo único que parece cambiar es el horario de los apagones.

Se arrastra de la cama como un zombi, con el cuerpo pegado del sudor y la cara arrugada del sueño. Con un pie delante del otro llega a la cocina, donde abre la llave del fregadero con la fe de un devoto que espera un milagro. Y, claro, nada. Ni una gota de agua. Ni siquiera un triste goteo para engañarla con algo de esperanza. “Bueno, lo de siempre”, piensa.

Lola se ríe para no llorar. No hay luz, no hay agua. En fin, lo único que le falta es que aparezca un unicornio rosado para completar el surrealismo del día. Y como si el universo se burlara de ella, ahí está la cafetera, lista desde la noche anterior, llena de café, pero condenada a la inactividad porque, claro, sin corriente, no se mueve ni un mosquito.

Con resignación toma la última botella de agua mineral que le quedaba (de la que tiene que racionar como si estuviera en una expedición al desierto del Sahara) y se lava la cara. Al menos podrá estar medio limpia para el próximo acto de su vida: esperar.

Se viste con lo primero que encuentra, unas chancletas gastadas y una bata que ha visto mejores tiempos, y sale a la calle. En la esquina de su casa, la bodega luce tan desolada como siempre. Lola sabe que la frase “va a entrar algo hoy” es tan confiable como los pronósticos del tiempo: puro misterio. Pero la esperanza cubana es lo último que se pierde, así que ahí está, como cada día, la pequeña fila de personas esperando que el bodeguero, con su aire de profeta de poca fe, anuncie la llegada de algún producto.

— ¿Qué hay hoy? —pregunta Lola con tono sarcástico, sabiendo de antemano la respuesta.

— Hoy tal vez traen aceite —dice el bodeguero, casi con una sonrisa de burla, como si él mismo supiera que esa promesa tiene tantas probabilidades de cumplirse como la llegada de Papá Noel en diciembre.

Lola se sienta en un banquito que ha sobrevivido, por milagro, a los ciclones y los años. Observa a sus vecinos con una sonrisa cómplice, mientras ellos también se acomodan para el gran evento del día: la espera. En Cuba, esperar no es una actividad; es un estilo de vida. Se espera el transporte, se espera la luz, se espera el agua, se espera a que llegue un mensaje de ETECSA (si es que el internet decide funcionar), y se espera, sobre todo, que algún día algo, lo que sea, funcione bien.

A media mañana, el sol ya está en su punto de cocinar cubanos y no hay señales del aceite, ni de arroz, ni de nada. Lola suspira, se abanica con una revista vieja y se ríe por dentro. A veces piensa que los cubanos deben tener un gen especial para soportar esta tragicomedia diaria.

— Al menos podríamos montar una novela con esto —dice en voz alta—, algo así como “Esperando por lo que no llega”, protagonizada por nosotros, los actores de la fila, con guion improvisado y final incierto.

Todos ríen, pero no de alegría, sino de esa risa amarga que se mezcla con la resignación. Es un humor raro, uno que solo los cubanos entienden, porque es lo único que queda cuando todo lo demás falla.

Al mediodía, Lola ha perdido la noción del tiempo. La luz regresa, pero el agua sigue sin aparecer. Decidida a no dejar que el día termine en derrota absoluta, se dirige a la cocina como si fuera una heroína dispuesta a enfrentar la última batalla del día. Ahí está la cafetera, que ya no parece una simple máquina, sino un símbolo de resistencia. Con el mismo orgullo que tendría un gladiador, Lola la enciende. El aroma del café empieza a llenar el aire, y por un segundo todo parece estar bien en el mundo.

Pero entonces, el teléfono suena. Un mensaje de ETECSA. Lola suspira. “¿Otra vez sin datos?”. Abre el mensaje con la esperanza de que no sea una de esas promociones absurdas que nadie quiere y que anuncian como si fueran la octava maravilla del mundo.

«Estimado cliente, informamos que a partir de mañana el apagón será de 6 a 10 am. Gracias por su comprensión.»

Lola apaga el teléfono y se ríe, porque ¿qué otra cosa puede hacer? En un país donde hasta los apagones son previsibles, pero nada más lo es, no queda más remedio que aceptar la realidad con una sonrisa sarcástica. Y así, con su taza de café en la mano y el ventilador trabajando a medias, Lola mira por la ventana y se pregunta: “¿Qué será lo próximo que no llegará?”

Tal vez mañana, tal vez nunca. Pero mientras tanto, sigue esperando. Y esa, amigos, es la historia de Lola, y de todos los cubanos, maestros del arte de esperar lo inesperado en esta tragicomedia que llamamos vida diaria.

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