En Cuba, las noticias no siempre se cuentan, a veces revientan. Y cuando revientan, lo hacen como esa expresión tan nuestra: “explotó como Cafunga”. Nada más gráfico para describir cuando una historia, escondida bajo capas de silencio y medias verdades, se destapa de golpe y forma un reguero que no hay quien recoja.
La figura de Cafunga —ese personaje legendario que murió como un don nadie pero resultó ser un peso pesado en poder y secretos— encarna a la perfección la manera en que muchas cosas salen a la luz en esta isla: de pronto, sin previo aviso, y dejando a todos con la boca abierta. Porque en este país, lo que no se dice en el noticiero se sabe en la cola del pan, y lo que se calla oficialmente, se grita bajito entre vecinos, hasta que ya no hay quien lo tape.
Así ha pasado con escándalos de corrupción, con funcionarios que abusaron del cargo, con almacenes fantasmas y con coleros VIP. Todo va cogiendo presión en la olla hasta que ¡boom!, suena la tapa y el pueblo se entera a la hora que mataron a Lola, cuando ya no hay margen para negar ni esconder.
Y lo peor no es que la historia explote. Lo triste es que casi siempre explota tarde, cuando el daño ya está hecho, cuando los afectados ya han pagado el precio y los responsables están desaparecidos o protegidos por el manto del “se investiga”. Entonces aparecen los funcionarios con cara seria, hablando de “acciones correctivas”, mientras la gente en la calle menea la cabeza y dice, con el mismo escepticismo de siempre: “eso no lo arregla ni el médico chino”.
Porque el cubano de a pie ya sabe cómo funciona la cosa. Y no se trata solo de un sistema que maquilla los problemas: es la cultura del silencio institucional, de la censura disfrazada de prudencia, de las verdades incómodas que duermen bajo siete llaves hasta que revientan… como Cafunga.
Quizá ya va siendo hora de cambiar el modelo. No podemos seguir esperando que cada problema se convierta en escándalo para que alguien actúe. No se puede gobernar ni informar con base en explosiones. Hace falta más transparencia, más responsabilidad, y sobre todo, más respeto por la inteligencia de un pueblo que, aunque aguanta, no olvida.
Porque las historias seguirán explotando. La pregunta es: ¿quién las va a contar antes de que lo hagan solas?
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