En la vieja ciudad de La Habana, la cotidianidad a veces reserva encuentros inesperados que nos hacen reflexionar sobre el paso del tiempo y los lazos que nos unen a nuestro pasado. Silvia, una habanera como tantas, vivió una de esas historias que merecen ser contadas, cuando el destino le presentó una cara conocida en un marco inusual: la guagua de la ruta 222.
Era un día común para Silvia, quien, como es costumbre en la vida urbana, abordaba el transporte público rumbo a sus quehaceres diarios. Entre el bullicio y el ir y venir de los pasajeros, su atención fue capturada por un detalle aparentemente trivial: el solapín del chofer, que exhibía un nombre familiar — Ricardo. Los recuerdos se abalanzaron sobre ella como una ola, llevándola veinte años atrás, a los pasillos de la secundaria José Martí.
Con una mezcla de nostalgia y curiosidad, Silvia contempló al conductor, preguntándose si aquel Ricardo de la adolescencia, objeto de un tierno amor secreto, se hallaba detrás de esas arrugas forjadas por el tiempo. El chofer, un hombre cuya apariencia denotaba las huellas de una vida de esfuerzos, parecía lejano al jovial compañero de clase que una vez conoció.
Decidida a despejar sus dudas, Silvia se acercó y preguntó directamente al conductor sobre su pasado escolar. La respuesta no se hizo esperar: un orgulloso «¡Sí, Sí!», confirmó que estaban unidos por una historia común, aquella de los días de juventud compartidos en la secundaria frente al hospital de Belascoaín y San Lázaro.
El intercambio que siguió fue breve pero cargado de significado. Al revelar que habían sido compañeros de clase, Silvia enfrentó una reacción inesperada. El conductor, tras un momento de asombro, no pudo más que esbozar una pregunta que, aunque incómoda, cerró el círculo de este insólito reencuentro con un toque de humor involuntario: «¿Qué asignatura daba usted?».
Este momento, que podría haber quedado como una anécdota personal, resuena con un mensaje más amplio sobre la percepción y el paso del tiempo. En el contexto de la vida de las madres cubanas, quienes luchan diariamente por un mundo mejor para sus hijos y por mantener vivas las historias y experiencias que forman la tejido de su cultura, la historia de Silvia refleja los pequeños y a menudo sorprendentes lazos humanos que perduran a pesar de los años y los cambios que estos traen.
La reflexión que surge es universal: ¿acaso no miramos a veces al pasado y a nuestros contemporáneos preguntándonos sobre los caminos que hemos recorrido? La vida, con sus altibajos, nos lleva por rutas que no siempre podemos anticipar. Y así, en la ruta 222, Silvia encontró un fragmento de su pasado, un espejo en el que muchos podemos vernos reflejados, recordándonos que todos somos estudiantes de la asignatura más humana de todas: la vida.
Historia de Sandra Ochoa