El humorista y analista político conocido como Mancebo publicó recientemente un extenso mensaje en su página de Facebook, donde se pregunta —y responde— por qué no habla del tema cubano y por qué evita sumarse al coro digital que repite consignas sobre la realidad en la Isla. Su reflexión, cargada de un tono crudo y desprovisto de romanticismo, abre una discusión más profunda sobre la identidad, el exilio, la responsabilidad y el desgaste emocional de hablar de Cuba como obsesión cotidiana.
Desde las primeras líneas, Mancebo expresa el reclamo recurrente que recibe:
“¿Por qué yo nunca hablo del tema cubano? ¿Por qué yo no digo Díaz-Canel…? ¿Por qué yo no me levanto todos los días y grito abajo la dictadura?”.
La crítica, aclara, no proviene de cualquier lugar, sino principalmente de cubanos en el exilio que esperan —o exigen— que todo cubano fuera de la Isla se convierta en altavoz político 24/7.
Pero Mancebo introduce una idea incómoda, que rompe con uno de los pilares emocionales del exilio:
“Ya Cuba no es mi país. Cuba es mi país de origen… pero mi país es este: los Estados Unidos. Hace 20 años me fui de allá, aquello dejó de ser mi realidad.”
Esta afirmación tiene un peso simbólico relevante porque toca la fibra más sensible del discurso patriótico en el exterior. El exilio —en su versión tradicional— se define por la esperanza del retorno. Mancebo desmantela ese ideal:
“Los cubanos somos el único exilio que desde que sale de Cuba sabe que no va a regresar. Ninguno va a regresar a vivir a Cuba.”
Su planteamiento no pretende renegar del origen, sino aceptar la evidencia del tiempo. La vida, la rutina, la seguridad, la familia y la identidad terminan reconfigurándose en territorio ajeno, hasta convertir lo nuevo en lo propio. Y desde esa verdad, surge su tesis principal:
“Yo hablo de este país porque esta es mi realidad. Aquella no.”
El agotamiento del tema Cuba y el ritual de la indignación
Mancebo también hace una lectura crítica del ecosistema digital que gira alrededor de la política cubana en el exterior:
“Yo nunca voy a hablar de Cuba porque ya está agotado el tema. Todos los influyentes hablan la misma cosa todos los días.”
La repetición —según él— no solo carece de impacto, sino que no cambia nada.
Su argumento apunta a una pregunta incómoda: ¿de qué sirve repetir indignación si el resultado es idéntico año tras año? ¿No se convierte, entonces, en una forma de entretenimiento más que en una herramienta política?
Su reflexión conecta con un fenómeno observable: muchos influencers cubanos han construido carreras enteras sobre el conflicto permanente y la indignación rentable; y parte del exilio consume ese contenido como una válvula emocional, más que como un instrumento de transformación real.
El exilio que hiere a quienes dice defender
Uno de los momentos de mayor tensión del texto es cuando critica acciones políticas que se celebran como “victorias”, pero que según él perjudican directamente al pueblo cubano:
“¿De qué logran con eso? Joder más a Cuba… quitarle la licencia a compañías que enviaban paquetes a Cuba… ¿Quién se beneficia? El que recibe el paquete.”
Y sentencia:
“Tú piensas que yo voy a sumarme al grupo de tontos útiles?”
Para Mancebo, ciertas formas de activismo en redes se han convertido en una trampa moral: discursos que dicen luchar contra el poder, pero terminan golpeando al ciudadano común. Su crítica, además, incluye un ataque al liderazgo del exilio:
“¿Quiénes son los líderes que tenemos para echar adelante ese país? Esta cosa que se pone feliz cuando le quitan la posibilidad a la gente de recibir paquetes.”
Aquí, Mancebo se distancia tanto del régimen en la Isla como del fanatismo político del exilio, señalando una carencia grave: la ausencia de un proyecto político y cívico realista que imagine una Cuba viable en el futuro.
La Cuba que no existe —y la que ya no vuelve
El planteamiento más crudo de Mancebo quizás sea su perspectiva sobre la viabilidad del país:
“Si tumba la dictadura mañana, tardará generaciones que la gente entienda una democracia… Cuba no va a servir como nación por lo menos en 30 o 40 años.”
Es una visión pesimista —o realista, según quién la lea—, que reconoce no solo una estructura política obsoleta, sino un daño cultural acumulado: intolerancia, polarización, pensamiento único y una sociedad civil fracturada.
Su diagnóstico no señala únicamente a la élite de poder, sino también a la ciudadanía moldeada durante seis décadas.
¿Por qué importa escuchar a Mancebo?
Porque su silencio sobre Cuba habla.
Porque su renuncia a la indignación automática expone el vacío de la conversación pública.
Y porque al decir que Cuba “ya no es su país”, Mancebo revela el duelo que muchos prefieren no nombrar.
Su mensaje final es una invitación, casi pedagógica:
“Aprendan del país donde viven… instruyan… lean… y dejen el fanatismo.”
No propone regresar.
No promete luchar.
No busca convencer.
Solo describe —desde una sinceridad descarnada— lo que otros callan para no romper la ilusión colectiva.
Reflexión final
El exilio cubano vive atrapado entre nostalgia, dolor, orgullo y rabia.
El mensaje de Mancebo no pretende zanjar ese conflicto, pero sí obliga a preguntarse si la conversación actual está ayudando a alguien o simplemente mantiene una llama que arde sin iluminar.
En una Navidad donde miles revisan su identidad frente al espejo, quizá la mayor provocación de Mancebo sea invitarnos a mirar hacia adelante, aunque duele aceptar que el pasado no regresa.
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