El segundo mandato de Donald Trump está revelando con brutal transparencia lo que muchos temían y otros se negaban a ver: un experimento político sin brújula, sin cohesión, y ahora, sin red de seguridad. Cuatro meses bastaron para que las promesas de campaña se disolvieran en una tormenta de improvisaciones, peleas internas, aranceles erráticos, decisiones sin consenso y, por si fuera poco, una ruptura explosiva con Elon Musk, el multimillonario que no solo financió gran parte de la maquinaria electoral republicana, sino que también fue parte activa del diseño gubernamental inicial.
La fractura Trump-Musk no es un simple desacuerdo ideológico: es un reflejo de la disfunción sistémica de un gobierno construido sobre lealtades frágiles y egos descomunales. En solo unas semanas, pasamos de ver al empresario convertido en “zar de la eficiencia gubernamental” a testigo de su renuncia furiosa, denuncias en redes sociales y un cruce de amenazas que involucra contratos federales, difamaciones, y hasta el nombre de Jeffrey Epstein flotando como amenaza velada.
Pero esta pelea no ocurre en un vacío. Mientras el presidente juega al ajedrez de la confrontación personal, la economía tambalea con una caída del 8% en los mercados desde enero, los aliados históricos de EE. UU. se distancian con visible desconfianza, y la maquinaria del Estado se oxida entre redadas masivas, improvisaciones fiscales y una política exterior que parece más una provocación constante que una estrategia coherente.
Trump prometió acuerdos comerciales “grandes y hermosos”. Lo que ha conseguido son más de 50 cambios de aranceles en apenas 60 días, confusión entre socios y una guerra comercial con China que ha devuelto la palabra “recesión” al centro del discurso económico. Prometió acabar la guerra en Ucrania en 24 horas. Lo que logró fue detener la ayuda militar, ofender a Zelenskyy con una propuesta grotesca y aislar aún más a EE. UU. en el escenario internacional.
Y mientras tanto, la calle arde. Las redadas migratorias bajo la “Operación Rough Rider” están dejando imágenes inquietantes: militares estadounidenses esposados por ICE, comunidades enteras aterradas, y propuestas tan provocadoras como reconvertir Alcatraz en un centro de detención masivo, dignas de un guion distópico. La alcaldesa de Los Ángeles y la ACLU ya han calificado estas acciones como violatorias del tejido democrático y civil del país. Pero en Washington, la respuesta sigue siendo el silencio… o el tuit hiriente.
¿Dónde queda el gobierno en medio de esta tormenta? Lo cierto es que el Estado está fracturado. La salida de Musk ha dejado al Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) sin liderazgo ni dirección. Los despidos masivos, cierres de agencias como USAID y la destitución de su inspector general han desatado una ola de demandas que podrían costar años de litigios y miles de millones de dólares. Más de 100 legisladores republicanos aliados de Musk están ahora divididos, sin saber si seguir a un presidente que ya no unifica, sino que desgasta.
Mientras tanto, Trump sigue tuiteando. Su guerra personal con Musk, más que una estrategia, parece una distracción conveniente para esconder el colapso de sus promesas. Pero con una aprobación histórica a la baja —la peor en los primeros 100 días de cualquier presidente en ocho décadas— ya no hay margen para la retórica del “enemigo externo”. El caos ya no viene de fuera. El caos es interno. Y es autoinfligido.
Este es un gobierno que ha confundido autoridad con espectáculo, liderazgo con dominación, y eficiencia con eliminación. El resultado es un país con menos confianza, menos aliados, menos estabilidad… y más incertidumbre.
Si algo deja claro esta primera etapa del segundo mandato es que el problema ya no es solo Donald Trump, ni siquiera su estilo de gobierno. El problema es un modelo de poder que no resiste el peso de sus contradicciones internas.
Y cuando los pilares de un gobierno se convierten en armas arrojadizas entre sus propios arquitectos, el colapso no es una posibilidad: es solo cuestión de tiempo.
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