Díaz-Canel habla de participación, pero Cuba vive de espaldas al pueblo

Mientras en muchas provincias del país solo hay electricidad durante tres o cuatro horas al día, Miguel Díaz-Canel insiste en que el principal desafío de la nación no es el hambre, ni la escasez, ni el colapso del sistema energético, sino el trabajo político-ideológico. En lugar de asumir con seriedad la crisis estructural que vive el país, el mandatario propone “fortalecer la militancia” y “dar más participación desde la base”, como si una asamblea pudiera sustituir una comida, o como si repetir eslóganes pudiera encender una termoeléctrica. Su discurso, pronunciado ante el X Pleno del Comité Central, suena más a una clase teórica desconectada que a un plan de acción para un país al borde del colapso.

Díaz-Canel se hace preguntas que parecen más una forma de evadir responsabilidades que de enfrentarlas: ¿Están bien preparados los cuadros? ¿Participan los trabajadores? ¿Hay espacios de debate en cada centro? La respuesta a todo esto es evidente: no. No hay preparación porque no hay condiciones mínimas para trabajar; no hay participación real porque las decisiones se siguen tomando desde arriba, sin consultar a quienes viven la realidad en las fábricas, escuelas y hospitales; y no hay debate en los centros laborales porque la gente está demasiado ocupada intentando sobrevivir, buscando alimentos, esperando el regreso de la electricidad o haciendo colas interminables por productos esenciales. Hablar de “control popular” cuando el pueblo no tiene ni voz ni poder efectivo para decidir sobre su destino, es una burla.

El llamado a “concretar en cada lugar” cómo mejorar la comunicación y la ideología resulta casi ofensivo en el contexto de apagones prolongados, inflación desbocada, desabastecimiento crónico y una desesperanza creciente. Que el Presidente insista en que lo que falta es “combatividad” o “preparación política” demuestra una desconexión total con la vida cotidiana del cubano de a pie. El problema no es la falta de entusiasmo ideológico, es la falta de carne, de pan, de combustible, de agua, de transporte y de medicamentos. Y mientras tanto, las instituciones que deberían dar respuesta guardan silencio o miran hacia otro lado cuando los problemas estallan en redes sociales, cuando las denuncias ciudadanas se hacen virales, o cuando las evidencias de corrupción, negligencia o ineficiencia salen a la luz.

Y es precisamente ahí donde se revela otra gran contradicción del discurso oficial. Se habla de “dar la cara”, de “estar presentes en el debate”, pero las instituciones más vinculadas con los problemas reales del pueblo rara vez se pronuncian. No hubo explicación cuando ETECSA impuso su reciente tarífazo, elevando los precios de los servicios de datos móviles y dejando fuera de la conectividad a buena parte de la población. El rechazo masivo fue evidente, pero fue ignorado. ¿Dónde estuvo la participación? ¿Dónde estuvo la sensibilidad política de escuchar al ciudadano? El pueblo pidió ser escuchado, y fue simplemente despreciado.

Mientras tanto, se sigue intentando demonizar a la comunidad cubanoamericana, presentándola como el enemigo externo, como si todos sus miembros fueran responsables del embargo. Pero es esa misma comunidad —tan estigmatizada por el discurso oficial— la que mantiene a flote a miles de familias cubanas a través de remesas, recargas, medicamentos y ayuda directa. Sin su apoyo, el descontento sería todavía más agudo, el desabastecimiento más severo y el colapso más evidente. En lugar de atacarlos, sería más sensato reconocer que son una tabla de salvación silenciosa y constante para un país al que su propio gobierno no ha sabido sostener.

Y mientras se exige austeridad al pueblo, los privilegios de la élite gobernante y sus familias son cada vez más evidentes. Viajes, vida en el exterior, acceso preferencial a divisas y servicios, negocios en la sombra, lujos imposibles para el resto de la población. Esos hijos, sobrinos y allegados de altos dirigentes viven con comodidades que contradicen por completo el discurso de sacrificio y resistencia. ¿Cómo puede hablarse de “unidad” o “lucha colectiva” cuando la desigualdad entre quienes mandan y quienes obedecen nunca ha sido tan obscena?

Díaz-Canel afirma que hay que explicar mejor “por qué defendemos la construcción socialista”. Pero esa defensa no puede hacerse a costa del silencio, del inmovilismo, ni de la ceguera voluntaria ante el sufrimiento del pueblo. Nadie se va del país por falta de ideología. La gente se va por desesperación, por hambre, por falta de oportunidades, por no tener esperanza en el mañana. Y si algo debe vindicar a Cuba, es la honestidad, la autocrítica y la voluntad real de cambio, no un discurso cada vez más alejado de lo que pasa en las calles, en las casas, en los hospitales, en las colas.

La diferencia hoy no está entre los que luchan y los que se lamentan, como pretende simplificar el Presidente. La diferencia está entre quienes viven una realidad brutal y quienes insisten en mirarla desde una burbuja de consignas. Entre los que sufren y los que repiten fórmulas que ya no convencen a nadie.

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