En una jugada digna de una ovación planetaria, Cuba ha anunciado con gran entusiasmo su apuesta por la movilidad eléctrica, justo en un momento en que el principal medio de transporte nacional parece ser caminar a la sombra… cuando hay sombra. La noticia llega apenas un día después de la celebración del Día Mundial de la Tierra, reforzando la percepción de que, en la isla, los sueños no se amilanan ante realidades como los apagones diarios o la falta de piezas de repuesto para una licuadora.
Según informes oficiales, más de 300 000 motos eléctricas ya circulan (o al menos lo intentan) por las calles cubanas, acompañadas de triciclos, autos y otros vehículos que dependen de un suministro eléctrico tan confiable como un paraguas de papel en plena tormenta. El gran objetivo: que para 2035, el 15% del parque vehicular sea eléctrico. Una meta ambiciosa, especialmente considerando que actualmente a veces no hay corriente ni para cargar un teléfono móvil.
El plan prevé, entre otras maravillas, estaciones de carga alimentadas por energías renovables distribuidas a lo largo y ancho del país. Una visión futurista, si uno se olvida del detalle de que hoy en día en muchos barrios la mayor fuente de energía renovable es el sol abrasador en la espera eterna del regreso de la electricidad.
No menos impresionante es la estrategia fiscal: se aplicarán menos impuestos a quienes compren vehículos eléctricos, y se eliminarán por completo si son fabricados o ensamblados en Cuba. Un gesto noble, aunque un tanto filosófico, dado que el ciudadano promedio necesitaría venderse en el mercado internacional de órganos para reunir el dinero necesario para adquirir uno.
El reporte oficial estima que alcanzar estos nobles propósitos costará alrededor de 1 557 millones de dólares. Una suma modesta, si se compara con el costo emocional de explicar a la población cómo se puede cargar un automóvil eléctrico cuando la electricidad se va más seguido que el autobús de la esquina.
A su favor, hay que reconocerlo: en materia de emisiones contaminantes, Cuba ya ha hecho historia. No porque haya reducido el dióxido de carbono, sino porque durante los apagones masivos la isla entera se convierte, por horas, en el mayor santuario ecológico del Caribe, sin una sola luz, motor o aire acondicionado en funcionamiento.
En definitiva, mientras los líderes del país sueñan con un futuro silenciosamente eléctrico, los cubanos de a pie —literalmente de a pie— siguen buscando, linterna en mano, cómo sobrevivir en un país donde, parafraseando a los más optimistas, el verdadero motor que impulsa la vida diaria es la paciencia… y la fe en que algún día, además de apagones, haya electricidad suficiente para cargar tanto optimismo.