Cuba atraviesa una de sus peores crisis energéticas en décadas. El colapso total del Sistema Eléctrico Nacional (SEN) tras la desconexión de la Central Termoeléctrica Antonio Guiteras ha dejado al país sumido en la incertidumbre, paralizando prácticamente toda la actividad económica y docente. Este episodio no es solo un problema técnico o temporal; es el reflejo de un sistema en declive que ya no puede mantenerse sobre las mismas justificaciones de siempre. La paciencia del pueblo cubano está agotada y la necesidad de un cambio se ha vuelto ineludible.
El gobierno ha recurrido, una vez más, a su narrativa habitual, culpando al bloqueo de Estados Unidos por los problemas estructurales que arrastra el país. Si bien es indiscutible que el embargo ha asfixiado la economía cubana durante décadas, este discurso se ha convertido en una suerte de mantra que pretende justificar la inacción y la falta de previsión. No se puede seguir escudando la ineficiencia en una medida punitiva extranjera cuando los problemas son también, en gran medida, resultado de decisiones internas fallidas. Han pasado 66 años desde que se instauró el embargo, y en ese tiempo el gobierno cubano ha tenido oportunidades de implementar mejoras, diversificar sus fuentes de energía y fortalecer su infraestructura. Sin embargo, el país sigue estancado en un modelo que ni siquiera puede garantizar lo más básico: el suministro estable de electricidad.
Lo que está en juego va mucho más allá del reciente apagón. La desconexión del SEN es solo la punta del iceberg de un sistema que ya no es sostenible. Un liderazgo con visión habría anticipado esta crisis y trabajado para evitarla. En lugar de eso, los dirigentes actuales parecen estar atrapados en una realidad desfasada, ya sea por una generación anciana que se aferra al poder o por funcionarios incapaces de enfrentar los desafíos contemporáneos. Mientras tanto, la población, cada vez más agotada, se pregunta cuánto tiempo más deberá seguir resistiendo.
Cuando se le pregunta al cubano si está dispuesto a continuar soportando estas condiciones en nombre de la «resistencia», responde de manera contundente que no. La mayoría prefiere un cambio. Es evidente que el mundo ha evolucionado, y mientras otros países progresan, Cuba sigue anclada en los ideales de los años 60, sin una hoja de ruta clara hacia el futuro. El discurso de la resistencia ha perdido su fuerza porque el pueblo ya no ve motivos para seguir sacrificándose por un sistema que no responde a sus necesidades.
Los aliados tradicionales de Cuba tampoco han ofrecido soluciones sustanciales. China, lejos de ser un socio confiable, ejerce presión para que Cuba implemente cambios que beneficien sus propios intereses. Rusia, que alguna vez fue un pilar de apoyo, ha visto su capacidad económica menguar considerablemente, limitando su capacidad de ayudar. Venezuela, sumida en su propia crisis, apenas puede sostenerse a sí misma, y los otros supuestos «aliados» de la isla, más allá de retórica vacía, han hecho poco para contribuir al progreso de Cuba. La realidad es que el país no puede seguir dependiendo de una red de apoyos externos frágil y obsoleta. Cuba necesita un cambio estructural profundo, un cambio que empiece desde dentro.
El embargo ha sido un lastre innegable, pero atribuirle todos los problemas del país es una excusa que ya no convence. Lo que realmente necesita Cuba es una transformación radical de su liderazgo. La generación que ostenta el poder desde hace décadas, una generación nacida y moldeada en las primeras etapas de la revolución, ha llegado al límite de su capacidad para dirigir al país. El siglo XXI requiere una nueva visión, una nueva energía, y eso solo será posible si se permite que una nueva generación tome las riendas.
Muchos creen que restablecer la Constitución de 1940, que permitía la formación de partidos políticos, podría ser el primer paso hacia una Cuba más democrática y plural. En este escenario, el Partido Comunista seguiría existiendo y participando en la política, pero tendría que competir con otras fuerzas políticas que podrían ofrecer alternativas reales. Incluso si el Partido Comunista ganara las elecciones, la posibilidad de una oposición legítima cambiaría la dinámica del país, proporcionando el oxígeno necesario para un sistema político que lleva demasiado tiempo asfixiado.
Una apertura política como esta podría llevar a la eliminación del bloqueo por parte de Estados Unidos, lo que abriría una nueva era de posibilidades para Cuba. Con la eliminación de esta barrera, el país tendría acceso a créditos internacionales, lo que podría traducirse en una inyección de hasta 100 mil millones de euros, provenientes de Estados Unidos y de la Unión Europea. De esta suma, unos 70 mil millones de dólares estarían destinados a la mejora de la infraestructura, mientras que otros 30 mil millones podrían llegar en forma de créditos blandos para el desarrollo del país. Con estos recursos, Cuba podría emprender un plan masivo de reconstrucción de sus infraestructuras, modernizar su sistema energético y sanitario, y revitalizar sectores clave como la educación y el deporte.
Cuando se habla de «defender las conquistas del socialismo», muchos cubanos se preguntan qué conquistas quedan realmente por defender. La salud, que una vez fue un orgullo nacional, está en ruinas, con hospitales desbordados y una crisis sanitaria que parece no tener fin. La educación, antaño elogiada como una de las mejores del mundo, ha sufrido un deterioro alarmante. El deporte, que dio a Cuba prestigio internacional en décadas pasadas, ha quedado prácticamente en el olvido. En resumen, los logros que alguna vez fueron motivo de orgullo nacional han sido erosionados por años de mala gestión y falta de inversión.
Es momento de enfrentar la realidad: Cuba necesita un cambio, y lo necesita con urgencia. No se trata solo de restaurar el sistema eléctrico o de paliar la crisis económica a corto plazo. Se trata de rediseñar el futuro de la nación, de permitir que nuevas ideas florezcan y de dejar atrás un modelo que ya no responde a las necesidades del pueblo cubano. Las generaciones más jóvenes, que crecieron escuchando historias de gloria revolucionaria, hoy se encuentran con un país que les ofrece poco más que dificultades. El cambio es inevitable, y cuanto antes llegue, mejor será para el futuro de Cuba.
Si Cuba no da este paso hacia adelante, el país seguirá retrocediendo, atrapado en un ciclo de crisis que solo profundiza el descontento y la frustración de su gente. Cuba necesita una renovación, una revolución dentro de la revolución, para recuperar su lugar en el mundo y ofrecer a sus ciudadanos la vida digna que merecen. El momento de actuar es ahora, antes de que el colapso sea irreversible.