El gobierno de Donald Trump ha activado un nuevo frente en su agenda migratoria: quitar la ciudadanía estadounidense a personas ya naturalizadas. No se trata de criminales convictos ni de amenazas reales a la seguridad nacional, sino de cualquier inmigrante que haya cometido un error en su formulario migratorio, incurrido en un delito civil o que, bajo criterios amplios y discrecionales, sea considerado “indeseable” por el Estado.
Un memorando interno del Departamento de Justicia, fechado el 11 de junio, instruye a los fiscales a priorizar los procesos de desnaturalización civil, un mecanismo poco común en las últimas décadas, y que ahora se pretende convertir en política de Estado. El proceso se desarrolla por la vía civil, lo que significa que los acusados no tienen derecho a un abogado público y que la carga de prueba es menor que en un caso penal. Esto pone en riesgo real a millones de personas naturalizadas legalmente.
El alcance de esta política va más allá de lo técnico o jurídico. Es ideológico. Es estructural. Y es profundamente peligroso.
Porque lo que se está gestando no es una simple “depuración administrativa”, sino una redefinición de la ciudadanía como privilegio revocable, no como derecho adquirido. Y con ello, se quiebra uno de los pilares fundamentales de la democracia estadounidense: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
En este contexto, cobra renovada relevancia uno de los textos más lúcidos del siglo XX. El poema atribuido a Bertolt Brecht, aunque escrito en otro tiempo y bajo otro régimen, resuena hoy con fuerza incómoda y actual:
«Primero se llevaron a los judíos,
pero como yo no era judío, no me importó.
Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Mas tarde se llevaron a los intelectuales,
pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,
pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mi, pero es demasiado tarde.»
Durante la presidencia de Barack Obama, la desnaturalización se usó en casos excepcionales de fraude documentado. Bajo Trump, sin embargo, se promueve como una herramienta política de exclusión, habilitada para castigar, amedrentar o “depurar” a ciudadanos cuya fidelidad se pone en duda no por sus actos, sino por su origen.
«La desnaturalización será una de las cinco prioridades del Departamento», afirmó el fiscal general adjunto Brett A. Shumate.
Esto incluye delitos vagamente definidos: fraude en Medicare, vínculos con organizaciones criminales, o simplemente haber mentido en el pasado. Pero el memorando es aún más amplio: autoriza a los fiscales a actuar incluso fuera de las categorías previstas, si lo consideran “apropiado”.
La Corte Suprema, además, ha despejado el camino para que estas políticas avancen, al limitar la capacidad de los tribunales inferiores de bloquear órdenes presidenciales, una decisión que muchos temen abre la puerta a futuras restricciones, como la eliminación de la ciudadanía por nacimiento, consagrada en la Decimocuarta Enmienda.
Lo que está en juego no es solo el destino de millones de ciudadanos naturalizados, sino el sentido mismo de ciudadanía en Estados Unidos. Si se puede retirar a discreción, ya no es un derecho: es una concesión frágil, que puede desaparecer por razones políticas, ideológicas o administrativas.
Y lo más alarmante es el silencio con el que gran parte de la sociedad observa esta deriva. Como si el problema no nos concerniera. Como si no nos pudiera pasar.
Pero si algo enseña el poema de Brecht es que el autoritarismo siempre avanza en escalones, y que cada escalón ignorado, cada injusticia tolerada, cada derecho vulnerado “al otro”, es una antesala de lo que puede ocurrirnos a todos.
Hoy es el ciudadano naturalizado.
Mañana, el opositor.
Después, el periodista.
Luego, tú.
No esperemos a que sea demasiado tarde.
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