“Avanzamos”, dicen los discursos oficiales con esa solemnidad que ya parece un género literario propio. Avanzamos hacia un futuro luminoso, hacia nuevas victorias, hacia no sé qué meta que siempre está un poco más adelante… tan adelante que uno nunca la alcanza.
Mientras tanto, en la práctica, el país sigue apoyado en una muleta bastante curiosa: la del cubano que vive en Miami. Ese mismo que en los discursos suele ser “gusano”, “traidor” o “pagado por el imperio”, pero cuya tarjeta de débito mantiene a flote más hogares en la isla que cualquier plan económico nacional.
La paradoja es deliciosa, casi poética:
- El pollo que se vende en Cuba entra de Estados Unidos.
- Las remesas que sostienen a miles de familias llegan del “enemigo histórico”.
- Y hasta las mulas de equipajes, que traen desde medicinas hasta desodorantes, viajan desde ese lugar que tanto critican los noticieros.
Es un matrimonio disfuncional, pero estable: por un lado, el discurso de la Guerra Fría, con consignas recicladas de los años 70; por el otro, la dependencia diaria de quienes se marcharon “para nunca más volver”… y que, sin embargo, vuelven, ya sea en persona, en remesas o en paquetes de Amazon reenviados.
Lo curioso es que las críticas no se encajan bien. Cualquier queja, desde la falta de agua hasta la carestía del pan, es rápidamente interpretada como un eco de Radio Martí o como un plan macabro diseñado en Washington. La autocrítica no está en el menú; lo que sí abunda son las consignas, las consignas y… las consignas.
Pero al final del día, esa retórica épica choca con la realidad cotidiana: un país en ruinas que sobrevive, sobre todo, gracias a los “gusanos” que mandan dinero, medicinas y hasta el pollo congelado que aparece en la libreta. Sí, ese mismo pollo que se cocina con arroz importado y aceite extranjero. Todo muy “soberano”, claro.
“Cuba avanza” —repiten los dirigentes con gesto serio—. Y tal vez tengan razón: avanza, sí… pero hacia la cola del pollo de Miami.
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