La imagen habla por sí sola. Un perro visiblemente desnutrido, apenas sostenido en pie, aparece en Belascoaín #359, entre San José y San Rafael, en Centro Habana, al final de un pasillo donde vecinos aseguran verlo a diario en este estado deplorable. No es un caso aislado: escenas como esta se repiten en múltiples rincones del país, sin que exista una respuesta efectiva ni institucional ni comunitaria.
La pregunta es incómoda, pero inevitable: ¿nos merecemos los cubanos la situación que estamos atravesando cuando demostramos tan poca empatía hacia los seres vivos más indefensos?
En medio de la escasez, las carencias materiales y la incertidumbre diaria, muchos justifican la indiferencia hacia los animales alegando que “hay problemas más importantes”. Sin embargo, la forma en que una sociedad trata a sus animales revela con claridad el estado real de su humanidad. Cuando normalizamos ver perros y gatos esqueléticos, abandonados y enfermos, también aceptamos una cultura del abandono, de la insensibilidad y del egoísmo que, poco a poco, termina por corroer todo lo demás.
El perro de esta foto no tiene voz para denunciar lo que le pasa. No puede pedir ayuda, ni exigir derechos. Depende de nuestra compasión, de nuestra acción, de nuestra responsabilidad como comunidad. Y ahí radica la verdadera tragedia: hemos perdido la capacidad de conmovernos.
En Cuba se aprobó una ley de bienestar animal en 2021, un paso que en su momento fue celebrado. Pero la realidad muestra que sin voluntad, sin mecanismos efectivos de control y, sobre todo, sin conciencia ciudadana, ninguna ley basta. El abandono, la crueldad y la negligencia siguen siendo parte del paisaje urbano y rural.
La pregunta inicial vuelve con fuerza: si no somos capaces de cuidar de un perro hambriento que tenemos frente a los ojos, cómo podremos aspirar a cuidar de una nación entera?
Tal vez la respuesta no esté en esperar que el Estado actúe, sino en asumir que el cambio empieza con nosotros. La empatía no cuesta dinero, pero sí exige voluntad. La solidaridad no se decreta, se practica. Y la humanidad no se mide en discursos, sino en pequeños gestos cotidianos que definen lo que realmente somos.
La foto de este animal debería avergonzarnos. Porque lo que refleja no es solo la miseria de un perro, sino el reflejo de una sociedad que ha aprendido a mirar hacia otro lado.
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