La reciente aprobación en Burkina Faso de una ley que criminaliza las relaciones entre personas del mismo sexocon penas de hasta cinco años de cárcel y fuertes multas constituye una violación flagrante de los derechos humanos universales. Se trata de una reforma del Código de Personas y Familia aprobada por la Asamblea Legislativa de Transición sin elecciones ni consulta popular.
Organizaciones como Amnistía Internacional han alertado que esta medida contraviene compromisos internacionales del propio Estado africano, entre ellos la Carta Africana de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La norma, que ya entró en vigor, convierte a las personas LGTBIQ+ en blanco directo de la persecución y la discriminación.
Sin embargo, lo más alarmante es la reacción internacional, o mejor dicho, la ausencia de ella. En Europa, donde alcaldes y dirigentes políticos de izquierda se movilizan con rapidez para cuestionar el derecho de Israel a defenderse de los ataques terroristas, no hemos visto protestas, condenas ni declaraciones firmes contra esta ley homófoba en Burkina Faso. El silencio selectivo vuelve a poner en evidencia una preocupante doble moral.
La comparación es inevitable: mientras un Estado democrático como Israel enfrenta ataques armados y responde en ejercicio de su legítimo derecho a la defensa, recibe un aluvión de críticas y acusaciones desde distintos foros internacionales. En cambio, ante una ley que encarcela a personas simplemente por su orientación sexual, apenas se alza la voz en Occidente.
La defensa de los derechos humanos debe ser coherente y universal. No se puede condenar a Israel por proteger a su población y, al mismo tiempo, pasar por alto una legislación que niega la dignidad y la libertad de miles de ciudadanos en África. La selectividad erosiona la credibilidad de los discursos progresistas y convierte la defensa de la justicia en un arma política parcializada.
En este escenario, es necesario subrayar que Israel sigue siendo objeto de un escrutinio desproporcionado, mientras otras violaciones mucho más claras y documentadas permanecen en la sombra. Si la comunidad internacional realmente aspira a ser un referente en la protección de los derechos fundamentales, debe reaccionar con la misma firmeza tanto en Jerusalén como en Uagadugú.
La pregunta, entonces, es clara: ¿estamos defendiendo los derechos humanos o utilizándolos como excusa para reforzar agendas políticas selectivas?
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