La democracia estadounidense, durante décadas considerada un modelo global de equilibrio institucional, enfrenta hoy uno de sus momentos más críticos. Bajo la presidencia de Donald Trump en su segundo mandato, se ha intensificado un proceso de deterioro acelerado de los valores y mecanismos que sostienen el Estado de derecho. A través de decretos, reinterpretaciones legales y un uso cada vez más estratégico de la Corte Suprema, el poder ejecutivo ha comenzado a ejercer un control prácticamente sin contrapesos.
Una de las decisiones más graves ha sido el intento de suprimir el principio de ciudadanía por nacimiento. Mediante orden ejecutiva, se ha pretendido anular lo que durante más de un siglo fue un derecho constitucional indiscutido: que todo nacido en territorio estadounidense es ciudadano. Esta decisión deja en el limbo jurídico a cientos de miles de jóvenes, nacidos en suelo norteamericano pero ahora sujetos a condiciones migratorias arbitrarias por el simple hecho del estatus legal de sus padres.
Aunque tribunales federales han intentado frenar estas disposiciones por considerarlas inconstitucionales, la Corte Suprema ha optado por intervenir de forma ambigua, limitando temporalmente la aplicación de los bloqueos judiciales, y permitiendo que la medida entre en vigor en varios estados. Esto no solo erosiona un derecho fundamental, sino que debilita la capacidad de los jueces de frenar excesos del poder presidencial.
A este panorama se suma la polémica política de deportaciones masivas a terceros países, incluso sin que exista vínculo alguno con los destinos asignados. Se están ejecutando expulsiones forzadas a naciones donde los migrantes ni siquiera han pisado suelo, muchas veces con riesgo de tortura, violencia o desaparición. Lo más preocupante: estas deportaciones se realizan sin notificación previa, sin derecho a apelación efectiva y sin que se respeten los principios del debido proceso. A pesar de los cuestionamientos desde diversos sectores, el Ejecutivo continúa implementando estas medidas sin corrección ni diálogo.
El uso de leyes del siglo XVIII, pensadas para escenarios de guerra, para justificar deportaciones exprés sin juicio previo a supuestos “enemigos extranjeros”, muestra hasta qué punto se está instrumentalizando el marco legal para consolidar una autoridad ejecutiva sin frenos. Lo que antes eran herramientas excepcionales, ahora se utilizan como norma.
La Corte Suprema, lejos de equilibrar este desborde de poder, parece haberse convertido en un aliado pasivo. Ha limitado la capacidad de los tribunales inferiores para emitir bloqueos nacionales y, con ello, ha dado al presidente carta blanca para gobernar sin el contrapeso del Congreso o del sistema judicial ordinario. Lo que en el pasado eran mecanismos de protección frente a abusos, hoy son meras formalidades incapaces de frenar decretos presidenciales que afectan la vida de millones.
Este proceso de erosión no es simplemente una disputa entre demócratas y republicanos. Ya no se trata de diferencias ideológicas, sino de una deriva autoritaria que amenaza a todos por igual. La eliminación de protecciones como el Estatus de Protección Temporal (TPS) o el parole humanitario, así como la criminalización del extranjero y del disidente, son señales de un nuevo orden en el que nadie está a salvo: ni el migrante, ni el ciudadano nacido en EE.UU., ni quienes creen que estas políticas nunca les alcanzarán.
El peligro no es hipotético. Hoy es un migrante deportado sin juicio. Mañana puede ser un ciudadano estadounidense detenido sin causa. La historia ya ha demostrado lo que ocurre cuando las instituciones se pliegan ante el poder de un solo hombre. Lo que hoy se decide a golpe de decreto puede mañana borrar de un plumazo libertades que se creían inquebrantables.
La democracia no se pierde en un día, pero se puede destruir con cada silencio, con cada decisión judicial que renuncia a proteger los derechos civiles, y con cada ciudadano que deja de exigir responsabilidad. La pregunta ya no es si Estados Unidos sigue siendo una democracia. La verdadera pregunta es: ¿quién quedará para defenderla cuando terminen de desmantelarla?
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