En la vasta paleta espiritual de Cuba, la comunidad judía ocupa un lugar discreto, pero profundamente significativo. Con aproximadamente 1 500 integrantes, la mayoría en La Habana, el judaísmo cubano representa un testimonio vivo de resiliencia, integración y pluralismo en una isla marcada por la mezcla cultural y religiosa. En este panorama, la Gran Sinagoga Bet Shalom, ubicada en el Vedado, se erige como símbolo de continuidad y diálogo.
Construido entre 1952 y 1953, el Temple Beth Shalom, también conocido como “El Patronato”, destaca no solo por su arquitectura modernista, sino por su valor simbólico y comunitario. Las puertas metálicas con emblemas de las doce tribus de Israel, los arcos que evocan el pacto mosaico y una biblioteca abierta al estudio y la memoria revelan la intención de sus fundadores: preservar la identidad judía en diálogo con el contexto cubano.
Hoy, además de los oficios religiosos, el edificio acoge actividades culturales e incluso comparte espacio con el Centro Bertolt Brecht, demostrando cómo lo judío, lo artístico y lo cubano pueden convivir armónicamente bajo un mismo techo.
La religiosidad cubana es eminentemente sincrética, y aunque el judaísmo se mantiene fiel a sus raíces, no escapa a la influencia del entorno. Así como Santa Bárbara y Shangó conviven en la santería, los judíos cubanos celebran Shabat con melodías caribeñas, y en Pesaj no es raro encontrar ingredientes locales reinterpretando recetas tradicionales. Se trata de una espiritualidad que se adapta sin diluirse, que se preserva sin aislarse.
La comunidad judía en Cuba nació con la llegada de sefardíes en el siglo XIX, a los que se unieron más tarde ashkenazíes provenientes de Europa Oriental. Su auge llegó en los años 50, antes del éxodo masivo posterior a 1959. En las décadas siguientes, el número de fieles se redujo drásticamente, y muchas instituciones cerraron o pasaron a funciones laicas.
Sin embargo, en los años 90, gracias al apoyo de federaciones internacionales, hubo un renacer religioso. Bet Shalom fue restaurada, se reactivaron los servicios, se crearon espacios educativos y se estableció incluso una carnicería kosher en La Habana. Actualmente, existen seis sinagogas activas en Cuba: tres en la capital, y otras en Camagüey, Santa Clara y Santiago de Cuba.
Bet Shalom es mucho más que una sinagoga. Es un punto de encuentro espiritual y cultural, un testimonio de cómo la diversidad religiosa puede enriquecer una sociedad. En una isla donde coexisten católicos, santeros, evangelistas, musulmanes, budistas y ateos, la comunidad judía ha sabido tejer puentes, mantenerse fiel a sus valores y participar activamente del tejido social.
Lejos de buscar protagonismo, la experiencia judía en Cuba enseña que la identidad no se impone, se comparte. Su mensaje —desde el púlpito, la mesa de Shabat o el estudio de Torá— es que la convivencia respetuosa no solo es posible, sino necesaria para construir una nación plural.
En tiempos donde las diferencias culturales suelen dividir, el caso del judaísmo cubano —pequeño en número, pero grande en historia— recuerda que la fe puede ser un puente y no un muro. Que la tradición puede abrirse al presente sin perder sus raíces. Y que en sinagogas como Beth Shalom, el alma judía y la cubanía pueden encontrarse en armonía, como un canto de esperanza en medio de la complejidad isleña.
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