En medio de la degradación de una nación agotada por la crisis económica, la migración constante y la precariedad cotidiana, la vida de las personas homosexuales en Cuba transcurre entre los logros legislativos recientes y una realidad aún profundamente hostil. Si bien la aprobación del Código de las Familias en 2022 fue celebrada como un paso histórico para los derechos LGBTI —legalizando el matrimonio igualitario y la adopción homoparental—, en la práctica, la discriminación, la exclusión social y la censura institucional siguen marcando el día a día de la comunidad diversa en la isla.
La historia de la homosexualidad en Cuba está atravesada por una violencia estructural que aún no ha sido reconocida ni reparada. Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en las que miles de personas LGBTI fueron internadas en los años sesenta para ser “reeducadas” a través del trabajo forzado, siguen siendo un tabú en los discursos oficiales. A falta de una disculpa pública o una política de memoria, la desconfianza hacia las instituciones persiste, incluso cuando éstas promueven leyes aparentemente inclusivas.
En el presente, el aparato estatal —a través del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX)— promueve una imagen de modernidad y apertura, mientras limita severamente la acción independiente de activistas y organizaciones no alineadas. Las voces críticas que cuestionan el monopolio institucional sobre la representación LGBTI son silenciadas, y cualquier intento de autonomía organizativa es rápidamente descalificado como “provocación” o “agenda extranjera”. La represión de la marcha espontánea del Orgullo en 2019 dejó claro que la diversidad, para ser aceptada, debe pasar por el filtro del poder.
Pero más allá del terreno político, la precariedad material convierte a la orientación sexual en un factor agravante de vulnerabilidad. En un país donde escasean los alimentos, los medicamentos y hasta la electricidad, ser homosexual puede significar tener menos redes de apoyo, menos posibilidades de empleo y mayor exposición al estigma. Muchos jóvenes —como Amaury, aspirante a diseñador— se ven empujados a la prostitución o a la emigración como única salida. “Aquí no hay trabajo para nadie, pero si eres gay, es peor. Hay puertas que simplemente no se abren”, confiesa.
En las provincias, el panorama es aún más desolador. En comunidades rurales donde el machismo y los prejuicios religiosos están profundamente arraigados, ser homosexual puede significar el aislamiento total. Muchos jóvenes optan por migrar a La Habana buscando anonimato o refugio en una comunidad más tolerante. Sin embargo, en la capital también abundan los desalojos, el desempleo y los abusos policiales. La tolerancia social, aunque en ascenso, aún choca con barreras culturales e institucionales que se niegan a desaparecer.
En este contexto, las conquistas legales del Código de las Familias son vistas por muchos como avances simbólicos sin respaldo real. La adopción, la gestación solidaria o incluso el matrimonio siguen siendo inaccesibles para buena parte de la comunidad, ya sea por trabas burocráticas o por la persistencia de prejuicios en funcionarios, jueces y trabajadores sociales. Como afirma un activista en anonimato: “El derecho está escrito, pero en la práctica dependes de que el funcionario no te mire con desprecio”.
El contraste con otros países latinoamericanos es notable. En Argentina, por ejemplo, existe una Ley de Identidad de Género desde 2012 que garantiza el reconocimiento legal del género sin necesidad de intervención médica ni judicial. En Chile, el matrimonio igualitario fue aprobado en 2021 con amplio apoyo político. En comparación, Cuba presenta una paradoja dolorosa: avances legales que no terminan de traducirse en respeto cotidiano ni en inclusión real.
Mientras tanto, el deterioro del país continúa horadando las posibilidades de una vida digna. La comunidad LGBTI, lejos de estar protegida, vive expuesta a una doble vulnerabilidad: la que impone la economía de subsistencia, y la que proviene de la exclusión social. Las leyes pueden cambiar en los libros, pero la dignidad no se decreta: se garantiza con justicia, memoria, libertad de expresión y voluntad política.
Y en Cuba, esas garantías aún parecen lejanas.
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