La prolongada crisis energética que afecta a Cuba continúa deteriorando las condiciones de vida de millones de ciudadanos, especialmente en áreas rurales, donde los cortes eléctricos superan ya las 72 horas consecutivas. La situación se ha agravado en las últimas semanas, con reportes de localidades en provincias como Villa Clara, Matanzas y Santiago de Cuba que enfrentan condiciones de precariedad extrema ante la falta de suministro estable.
La interrupción del servicio eléctrico no solo paraliza la vida doméstica, sino que tiene efectos colaterales alarmantes: escasez de agua potable, deterioro de alimentos por falta de refrigeración, afectación de los servicios sanitarios y educativos, y la virtual paralización de la economía local. En el interior del país, donde los recursos son más limitados, la crisis adquiere un carácter estructural.
Según datos oficiales recientes, la Unión Eléctrica (UNE), entidad estatal encargada de la distribución, reconoció que el país enfrenta un déficit de generación sostenido. El pasado domingo, durante el horario de mayor demanda, se reportó que hasta el 42 % del territorio nacional estuvo sin electricidad. La generación apenas alcanzó los 2.053 megavatios (MW) frente a una demanda que superó los 3.400 MW. Las zonas rurales han sido las más castigadas, con comunidades que reciben electricidad solo dos o tres horas al día, en el mejor de los casos.
La combinación de fallos técnicos en termoeléctricas obsoletas y la escasez de combustible ha dejado al país con una infraestructura energética al borde del colapso. La crisis se intensificó a partir de agosto de 2024 y, desde entonces, el Sistema Eléctrico Nacional (SEN) ha sufrido cuatro apagones generales, el último de ellos en marzo de este año. El envejecimiento del parque energético —con equipos que superan los 30 y 40 años de explotación— y la dependencia de combustibles importados han convertido al sistema eléctrico en uno de los puntos más vulnerables de la economía cubana.
“El panorama es desesperante. Llevamos días cocinando con leña, sin refrigeración, y los más afectados son los niños y los ancianos”, relató un residente de una comunidad rural en Villa Clara, citado por medios internacionales. Este testimonio refleja una realidad extendida en buena parte del país, donde los apagones han dejado de ser una contingencia para convertirse en una rutina angustiante. En contraste, en La Habana, el suministro suele priorizarse por motivos administrativos y poblacionales.
La economía nacional, ya golpeada por una contracción del 1,9 % en 2023 y estancada en 2024, se ve aún más afectada por la falta de energía. En el sector agrícola, esencial para la seguridad alimentaria, los cortes interrumpen el riego, dificultan la recolección y conservación de productos y elevan las pérdidas. Sectores industriales y de servicios también han debido reducir operaciones, afectando ingresos y empleo.
Pese a los anuncios gubernamentales sobre nuevos proyectos de energías renovables —como la instalación de parques fotovoltaicos— y mejoras en la infraestructura, los avances han sido escasos y desiguales frente a la magnitud del desafío. Estimaciones independientes sugieren que modernizar el sistema requeriría inversiones de entre 8.000 y 10.000 millones de dólares, un monto inalcanzable en el contexto económico actual de la isla.
Ante la falta de soluciones estructurales, la población ha respondido con una mezcla de resignación, humor y creciente descontento. La ironía popular ha acuñado términos como “alumbrones” para describir los fugaces retornos del servicio eléctrico. Pero más allá del sarcasmo, se evidencia un agotamiento social peligroso.
Los apagones han sido uno de los detonantes de protestas ciudadanas en años recientes, como las movilizaciones de julio de 2021, el verano de 2022 y marzo de 2024. En cada una de estas expresiones de malestar, la energía eléctrica ha simbolizado algo más que una necesidad material: el acceso a una vida digna. La crisis actual, sin señales de mejora sostenida, eleva el riesgo de nuevas manifestaciones y profundiza la fractura entre ciudadanía y autoridades.
Mientras tanto, en muchas comunidades rurales, la oscuridad continúa imponiéndose noche tras noche, acompañada de la incertidumbre sobre cuándo —y cómo— llegará el alivio.