En las calles de La Habana, el aullido de un animal herido ya no es solo una escena de sufrimiento individual: se ha convertido en el síntoma de una crisis ética y social que las instituciones no logran —o no quieren— atender. A cuatro años del Decreto-Ley 31 de Bienestar Animal, presentado en su momento como un avance largamente esperado, la norma se percibe hoy como ineficaz. Peor aún, para numerosos activistas se ha transformado en un marco que termina asfixiando a quienes intentan suplir la ausencia del Estado.
Escasez, abandono y una emergencia cotidiana
El panorama es desolador. La crisis económica y la emigración masiva han dejado miles de animales abandonados. Familias que se marchan sin poder llevarlos, o que no pueden costear un saco de alimento cuyo precio supera con creces los ingresos mensuales, optan por dejarlos atrás. Rescatistas independientes describen escenas que se repiten: perros amarrados en casas vacías, gatos deambulando en edificios donde ya no queda nadie.
Los refugios comunitarios, sostenidos por donaciones, están desbordados. A la falta de alimento se suma la escasez de insumos veterinarios: anestésicos inexistentes para esterilizaciones, antibióticos inaccesibles y vacunas que solo aparecen en el mercado informal a precios prohibitivos. La protección animal se ejerce, en muchos casos, en condiciones de emergencia permanente.
El cerco a la solidaridad
En este contexto, lo que más alarma a los activistas no es únicamente la precariedad material, sino la hostilidad institucional hacia iniciativas independientes. Organizaciones como Bienestar Animal Cuba (BAC) denuncian un cerco administrativo y financiero que interpretan como una forma de persecución.
El bloqueo reciente de cuentas bajo el argumento de “exceso de operaciones” ha sido leído por los protectores como una criminalización de la solidaridad. Para ellos, cada transacción corresponde a una esterilización, un tratamiento o alimento básico. Sin embargo, el discurso oficial ha llegado a insinuar, desde espacios mediáticos estatales, que estas donaciones podrían responder a actividades ilícitas o agendas políticas, una narrativa que deslegitima el trabajo humanitario y genera temor entre voluntarios y donantes.
Maltrato persistente e impunidad
Mientras se vigila a quienes rescatan, los casos de maltrato continúan. Denuncias sobre animales utilizados en rituales violentos, episodios de crueldad en eventos públicos o envenenamientos masivos bajo pretextos sanitarios siguen apareciendo sin consecuencias proporcionales. Las sanciones, cuando existen, son percibidas por los animalistas como insuficientes y simbólicas, incapaces de disuadir nuevas agresiones.
Esta brecha entre la ley escrita y su aplicación práctica alimenta la sensación de impunidad. El Decreto-Ley 31, concebido para prevenir estas prácticas, no ha logrado traducirse en protección real.
La vía internacional como recurso extremo
Ante la falta de respuestas internas, algunas organizaciones han optado por documentar casos y buscar vías fuera del país, incluyendo alertas a instancias internacionales y solicitudes de sanciones migratorias contra responsables de maltrato. No se trata, dicen, de confrontación política, sino de búsqueda de justicia cuando los mecanismos locales resultan inoperantes.
Esta estrategia marca un punto de inflexión: la protección animal deja de ser un asunto doméstico para convertirse en un reclamo transnacional, impulsado por la convicción de que el bienestar básico no puede depender de silencios administrativos.
Una pregunta abierta
El drama del bienestar animal en Cuba refleja una sociedad tensionada, donde la escasez y el control limitan la acción cívica. Mientras las autoridades justifican la ineficacia de la ley por falta de recursos, la experiencia demuestra que pequeñas donaciones y organización comunitaria salvan vidas.
La pregunta que persiste es incómoda pero necesaria: ¿por qué, ante la imposibilidad de garantizar protección efectiva, se restringe a quienes intentan ofrecerla? La respuesta, para muchos activistas, apunta menos a la economía y más a la desconfianza hacia cualquier iniciativa autónoma. En ese cruce entre ley y persecución, los animales —y quienes los defienden— siguen pagando el precio más alto.
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