Miles de jóvenes indocumentados en Florida enfrentan hoy un panorama sombrío en su acceso a la educación. Lo que antes era un camino de oportunidades se ha convertido en un laberinto de obstáculos económicos y legales, donde el derecho a estudiar se desvanece para quienes crecieron en Estados Unidos pero no cuentan con un estatus migratorio regular.
El cambio se produjo tras la entrada en vigor de nuevas disposiciones respaldadas por el gobernador Ron DeSantis y la administración del presidente Donald Trump, que eliminaron la posibilidad de acceder a la matrícula estatal. La medida provocó que estudiantes pasaran de pagar cifras accesibles —alrededor de 6,000 dólares anuales— a enfrentar montos superiores a 30,000 dólares.
Uno de los casos más ilustrativos es el de Carlie, una joven haitiana en su último año de Relaciones Públicas en la Universidad de Florida Central. Su matrícula pasó de 6,380 a 30,900 dólares, un costo imposible de asumir. Encerrada en su apartamento, evita incluso salir a lugares públicos por temor a ser detenida en una redada. Como ella, más de 6,500 jóvenes en Florida quedaron fuera del sistema educativo en cuestión de semanas.
El impacto también alcanza a estudiantes de primaria y secundaria. Familias enteras han optado por no enviar a sus hijos a la escuela por miedo a que su información sea compartida con autoridades migratorias. Desde que se eliminó la política federal que prohibía redadas en espacios sensibles como escuelas e iglesias, se han reportado detenciones en estacionamientos escolares y frente a guarderías. En Oregón, un caso generó conmoción cuando agentes armados arrestaron a un padre después de dejar a su hijo en la guardería, obligando al centro a cerrar temporalmente.
La situación ha generado rechazo por parte de organizaciones educativas. Dos de los principales sindicatos de maestros en Estados Unidos, la Asociación Nacional de Educación (NEA) y la Federación Estadounidense de Maestros (AFT), que agrupan a más de 4 millones de docentes, presentaron demandas legales contra el gobierno federal. “Las aulas deben ser lugares seguros, no escenarios de persecución”, afirmó Randi Weingarten, presidenta de la AFT.
Más allá de las universidades, el efecto psicológico en niños y adolescentes es cada vez más visible: ausencias escolares que se disparan, estudiantes que no logran concentrarse en sus clases y maestros que relatan cómo deben tranquilizar a menores aterrorizados ante la posibilidad de que sus padres no los recojan al final del día.
En regiones como el Valle Central de California, las ausencias escolares aumentaron en un 22% tras intensas redadas migratorias. El fenómeno se repite en otros estados, consolidando una tendencia alarmante: la educación de miles de menores indocumentados se ha vuelto un terreno de riesgo constante.
Aunque la administración Trump sostiene que los operativos en escuelas son casos aislados, las experiencias de familias y docentes revelan una realidad distinta. Para muchos, estudiar se ha transformado en un acto de resistencia frente a un sistema que, lejos de proteger, expulsa.
El debate sigue abierto, pero la pregunta de fondo trasciende la política: ¿puede un país que limita la educación de niños y jóvenes indocumentados cumplir con sus propios principios de justicia, igualdad y dignidad?
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