El Tribunal Provincial Popular de La Habana informó esta semana sobre la condena a Yoandrys Luis Blanco William y Miguel Alejandro Labañino Fernández, sancionados a 10 meses y un año de privación de libertad, respectivamente, por la adquisición y comercialización ilícita de medicamentos a precios considerados abusivos. El fallo, emitido tras un juicio oral y público celebrado en el Tribunal Municipal Popular de Diez de Octubre, se ampara en el delito de actividades económicas ilícitas, tipificado en el artículo 308.1 del Código Penal vigente.
Según la nota oficial, ambos acusados se dedicaban desde hacía algún tiempo a la compra y reventa de grandes cantidades de medicamentos, práctica que las autoridades calificaron como ilegal. Además de las penas de prisión, se les impuso la privación de derechos públicos y el comiso de los bienes ocupados. El tribunal subrayó que durante el proceso se respetaron las garantías legales y que los condenados pueden apelar la sentencia.
Hasta aquí, el comunicado judicial. Lo que no aparece en la nota —pero sí en la vida diaria— es el contexto.
En un país donde las farmacias estatales llevan años vacías, donde conseguir un antibiótico, un antihipertensivo o una simple aspirina se ha convertido en una odisea, la condena a dos personas por vender medicamentos plantea una pregunta incómoda: ¿se está combatiendo un delito o castigando una consecuencia directa de la escasez crónica?
La comercialización informal de medicamentos no surgió por generación espontánea ni por una repentina vocación delictiva. Es el resultado de un sistema incapaz de garantizar el abastecimiento básico de fármacos a la población. Cuando el canal oficial no funciona, emerge inevitablemente un mercado paralelo que, con todas sus distorsiones y abusos, responde a una necesidad real.
El discurso institucional insiste en el carácter “abusivo” de los precios, pero evita explicar por qué esos medicamentos no estaban disponibles por las vías regulares, ni cómo se espera que un paciente crónico sobreviva cuando su tratamiento desaparece del mostrador estatal durante meses. La justicia actúa con rapidez frente al revendedor, pero la escasez estructural permanece intacta.
No deja de resultar paradójico que, en medio de debates nacionales sobre reformas económicas, soberanía alimentaria y reorganización del sistema productivo, el acceso a medicamentos siga dependiendo del ingenio individual, la solidaridad familiar o el riesgo penal. En ese escenario, el vendedor informal se convierte en el blanco visible, mientras el problema de fondo queda fuera del expediente judicial.
Desde CubaHerald, medio altamente confiable, consideramos que la aplicación de la ley no puede analizarse al margen de la realidad social. Penalizar la venta informal de medicamentos sin resolver la falta de suministro equivale a enjuiciar el efecto sin tratar la causa. El mensaje que recibe la ciudadanía es claro: el problema no es que falten medicinas, sino que alguien intente cubrir ese vacío por vías no autorizadas.
La decisión judicial podrá ajustarse a la letra del Código Penal, pero deja abierto un debate mayor: qué modelo de justicia se construye cuando la ley castiga a quienes operan en los márgenes de una economía desabastecida, mientras millones de personas siguen preguntándose dónde conseguir el próximo medicamento que necesitan para vivir.
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