El Ministerio del Interior anunció la desarticulación de una red clandestina de envío de remesas que, en apenas ocho meses, habría movilizado más de 1.000 millones de pesos cubanos, en operaciones fuera del sistema financiero oficial. Según las autoridades, la estructura era dirigida desde Miami y contaba con al menos 13 cómplices distribuidos en varias provincias del país, quienes organizaban reuniones secretas y operaban rutas específicas para recolectar y distribuir efectivo a familias cubanas.
Aunque el comunicado oficial presenta la operación como un “éxito en la lucha contra el delito económico”, la noticia evidencia una contradicción estructural del modelo económico cubano: la vía más eficaz para hacer llegar dólares a las familias —las redes informales— es precisamente la que el propio gobierno reprime sin ofrecer alternativas funcionales.
En un país donde el envío de remesas a través de canales estatales se ve limitado por trabas burocráticas, tasas de cambio desfavorables y restricciones impuestas por entidades como Fincimex, las redes informales han resultado durante años la única vía viable y directa para millones de cubanos que dependen del apoyo económico de sus familiares en el exterior.
El problema, sin embargo, va más allá del combate a las remesas “ilegales”. Mientras el régimen exhibe como triunfo el desmantelamiento de esta red, pretende fijar el tipo de cambio oficial del dólar en 124 CUP, una cifra artificial y totalmente desconectada del mercado informal, donde el billete verde supera ampliamente los 300 pesos.
En lugar de asumir la realidad económica, el Estado se aferra a una ficción monetaria, persigue los canales que sostienen la economía familiar y drena los escasos dólares circulantes en medio de una inflación galopante, apagones extendidos, hospitales sin insumos y una red de comercio desabastecida.
Las remesas —aunque fuera del sistema estatal— son hoy por hoy uno de los últimos salvavidas de la economía doméstica en Cuba. Cortarlas sin ofrecer alternativas confiables no solo genera escasez de efectivo, sino que ahonda la fractura social, acelera la dolarización informal y coloca a miles de hogares al borde del colapso.
En vez de canalizar la ayuda exterior a través de plataformas transparentes y útiles, el gobierno opta por el castigo, la penalización y el control, en una lucha estéril contra la única fuente de liquidez que sigue entrando a la isla.
Con esta operación, la crisis no se frena… se profundiza.
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